ELLA SONRIÓ


 Cuando leímos el afiche pegado en la puerta de la unidad básica, mis amigos se rieron.

-          Si hay partido entre mamás, tenemos que ser la barra brava- dijeron. 

Al toque pensé en mamá. 

-          Ojalá que no juegue- rogué en silencio.

Pero el remolino siempre escupe hacia atrás. Cuando llegué a casa, mamá le estaba mostrando los botines nuevos a la abuela.

-          ¿Vas a jugar? – pregunté.

Mamá me miró por encima del hombro. Y lustró la punta del botín.

-          Voy a ganar- dijo.

Ella no era como otras mamás. No se quedaba a charlar en la puerta de la escuela. Ni siquiera me acompañaba a la escuela. Trabajaba todo el día y volvía tarde a casa. Si la tarea estaba desprolija, bife en la nuca, a borrar todo y hacerlo de nuevo. La abuela decía que mamá tenía la mano larga pero el corazón enorme. Que no había que contestarle. Que después se le pasaba. Para mí, era de porcelana. Me dormía acariciando sus orejas frías.

El partido se jugaba el sábado en la cancha central. El viernes mamá pidió permiso en el trabajo y a la mañana salió a correr. Con buzo con capucha y todo. Corrió por la feria del barrio y los vendedores la alentaron. Sobre todo el verdulero, que desde que papá había muerto, sumaba una mandarina o una banana de yapa cuando íbamos hacer las compras.

A la tarde fuimos a la reunión donde el señor de la unidad básica explicó que el partido iba a servir para mostrarnos a los más chicos que se podía jugar al futbol sin pelear. Que para que nosotros aprendiéramos, ustedes las mamás, dijo el señor, nos tenían que enseñar a compartir compitiendo y a competir compartiendo.    

Mamá lo escuchaba atenta. Cuando le dije al oído que era hora de ir a cenar, me hizo callar y sacó rápido el brazo para que la dejase tranquila. Volví solo a casa. Pateando lo que encontraba por la calle. Después del partido, él que iba a tener que seguir yendo a jugar a esa cancha era yo. Sentí miedo de lo que hiciera mamá. También vergüenza. Y un poco de bronca de tener vergüenza de ver jugar a mamá.

El sábado me desperté con dolor de panza. Terminé el desayuno en la cama y la abuela me pidió que fuera a comprar acelga para cocinar canelones. Salí a calle y el barrio estaba acelerado, como que todo tenía que hacerse antes de las cinco de la tarde, antes de que las mamás corriesen detrás de la pelota. 

Apenas entré al negocio, el verdulero preguntó si mamá iba a jugar. Traté de hacerme el boludo pero insistió.

-          Mi mujer es la goleadora del otro equipo- dijo para tirarme la lengua.  

-          ¿Es zurda?- pregunté.

-          Si, ¿por?- contestó mientras envolvía huevos con papel de diario.

Le dije por nada y volví rápido a casa. Dejé las bolsas de los mandados sobre la mesada y le pregunté a la abuela por mamá.

-          Shhh – dijo la abuela- está concentrada en la pieza.

Mamá salió de la pieza sólo para almorzar. Cuando terminó de comer, pregunté de qué iba a jugar.

-          Defensora- dijo y se fue a lavar los dientes. 

Seguro iba a marcar a la mujer del verdulero. Desde la muerte de papá, mamá fumaba mucho y dormía poco. No le gustaba hablar ni que le hablasen mucho. Y la mujer del verdulero siempre tenía un pero en la punta de la lengua. Mamá no la quería. La abuela tampoco. Por eso me mandaban a hacer los mandados. Yo al que no bancaba era al verdulero. Mis amigos contaban que también se hacía el canchero con sus mamás, que les tocaba la mano o les guiñaba un ojo. Por eso pensamos en pintar con aerosol una sábana.

-          Banana dura- íbamos a escribir.

Menos mal que no hicimos nada. Hubiese sido echar nafta al fuego.  

·          

Mientras las mamás se cambiaban en la unidad básica, con mis amigos nos pusimos atrás de un arco. Los hijos del equipo contrario fueron a la otra punta. Aplaudimos cuando los equipos salieron a la cancha. Me puso contento que mamá fuera la capitana. 

Después de saludar al público con los brazos en alto, los equipos se acomodaron. Cuatro y la arquera. Mamá se paró de defensora; la mujer del verdulero se acomodó en la delantera.

-          Tranquilo Juancito, tu vieja se la come cruda- dijo Pablo, parado sobre una silla, sosteniéndose de una bandera como si fuese el jefe de la barrabrava.

Mis amigos cantaban las canciones que habían inventado para el partido. Me pusieron más nervioso. Me fui a sentar del lado de la cancha donde jugaba mamá. Tal vez si me acercaba, podría escucharla. Nunca la había visto jugar; sólo sabía que tenía fuerza.

El partido arrancó tranquilo. Los vecinos se reían cuando alguna mamá le erraba a la pelota o pateaba a cualquier lugar. El único que no se reía era el verdulero. Para mí que lo único que hacía era mirarles el culo a las mamás. 

Su mujer jugaba bien. Amagaba que iba a patear y cuando las rivales cerraban los ojos, enganchaba y se escapaba sola. Tenía la picardía que les faltaba a las otras. Era la más peligrosa, la que más cerca estaba de hacer un gol.   

Mamá pasaba bien la pelota y apenas cruzaba la mitad de cancha, intentaba embocarle al arco. Ninguna puteada en el primer tiempo. Por momentos hasta me pareció que sonreía y que era mucho más linda que cuando llegaba a casa después del trabajo. 

Todo cambió apenas arrancó el segundo tiempo.

La mujer del verdulero tenía otro truco: recibía la pelota de espaldas, abría los brazos en jarra y dejaba el codo arriba para golpear a las defensoras. Sólo era cuestión de amagar para evitar el codazo.

Mamá no tuvo paciencia. La jugada no la ví porque justo vino Pablo y me pasó la botella de coca. Tomé un trago y cuando bajé la cabeza, la mujer del verdulero gritaba desde el piso que mamá le había pegado una piña de atrás. 

-          No entiende que es un juego- dijo.

-          Si es un juego, seguí jugando- contestó mamá.

Los viejos sentados al lado mío se rieron. La mujer del verdulero no estaba inventando: le faltaba el aire de verdad. Cuando lo recuperó, empezó a gritar que esto no puede ser, que venimos a jugar para que nuestros hijos aprendan y estas negras de mierda pegan de atrás y señaló a mamá.  

El árbitro llamó a mamá y le pidió que jugase más tranquila. Ella le contestó que la quilombera era la mujer del verdulero. El árbitro le dijo que por favor se controlase por nosotros. Mamá volvió a su punta con la cara colorada. Alguno habrá pensado que era por vergüenza. Yo sabía que era de bronca.

La mujer del verdulero quedó con la sangre en el ojo. En la siguiente jugada quiso empujar a mamá desde atrás, para que se cayera. Mamá la esquivó y dejó el pie derecho a propósito. La mujer del verdulero tropezó; se raspó las rodillas y los codos. Se levantó re caliente y quedaron frente a frente.

-          Mala madre -le gritó en la cara.

Mamá le metió un cachetazo que dejó mudo a todo el barrio. Cuando la mujer del verdulero quiso devolver la gentileza, mamá caminaba rumbo al vestuario con el murmullo a sus espaldas. Tenía los rulos mojados, las medias bajas; los hombros caídos hacia adelante.

El señor de la unidad básica trató de calmar la situación pero la mujer del verdulero gritó.      

-          Así criás a tu guacho –

Mamá se dió vuelta y caminó hacia ella. Corrí desesperado hasta que la abracé. 

-          Basta ma -dije. 

Me miró a los ojos como si buscara algo dentro de mí. Me acarició la cabeza y se le escapó una lágrima. Tomó aire, se acercó a la mujer del verdulero y estiró la mano.

-          Muy buen partido – dijo. 

Los vecinos empezaron a aplaudir y la mujer del verdulero no tuvo otro remedio que darle la mano. El barrio festejó. Mamá se apuró a meter sus cosas en la bolsa de los mandados y caminó sin hablarme. Apenas doblamos en el primer pasillo, se frenó y apretó mi mano. 

-          No le cuentes a tu abuela-dijo.

-          ¿Qué pegaste o qué lloraste?- pregunté.

Ella sonrió.

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