Gringo
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Soy de allá, me dicen Gringo.
Así me dijo cuando descubrió el cuello de la camiseta debajo de mi buzo. Fue la primera vez que lo noté interesado. Hasta estiró el cuello y miró con altivez. En sus ojos ví la chispa. Lo crucé algunas veces más en la Capilla y siempre hablamos de fútbol. Dejé de verlos durante un tiempo.
Hasta ese viernes que tocó en el patio de visitas.
- Solo y triste me refugio en mi guarida. Con un vino estoy calmando mi dolor.
Lo aplaudieron bastante. Aproveché para comer. Estaba fresco al sol. Los ranchos divididos por mesas. Los Paraguayos al fondo, cerca de los baños.
Me senté con gente de La Boca.
- ¿Querés un platito?
Guiso de lentejas. Humo sobre volcán. No pude negarme.
- ¿Disculpe, tiene sal?
- Quiere irse rápido del mundo.
- ¿Cómo dijo?
- Mi abuela decía que los que salan mucho la comida quieren morirse rápido.
Era el verdugo de la mesa que me estaba midiendo. No dije nada. Me alcanzaron el salero: un pedacito de bolsa de nylon cerrado con otro pedacito de bolsa de nylon. Lo abrí despacio. Allí estaba: blanca, apelmazada, propia del ambiente. Agarré una piedrita con los dedos y refregué.
Comimos en silencio. El Gringo tocaba una del Chaqueño Palavecino y las maestras bailaban. Dos sirenas entre tiburones. Los guardias fumaban nerviosos. Terminó el tema y otra vez los aplausos. Ellos no acompañaron.
La pastafrola llegó en una asadera grandota y rectangular que trajeron dos bolivianos flaquitos y petisos que llevaban delantales blancos de cocina. Los miré de regreso a la cocina. Caminaban orgullosos.
- Parecen pitufos empetrolados, ¿no?
Otra vez el verdugo. Fingí no escucharlo y me concentré en el postre. Al primer bocado descubrí el secreto de la jactancia boliviana: la dosis justa de ralladura de limón.
Sobre el escenario, El Gringo ajustaba melodía con un misionero que parecía borracho. Era camionero y tocaba el acordeón. Grandote como el más grandote de los guardias.
- ¿Amargo o dulce?
- Sin chistes.
- ¿Cómo?
- Que mi abuela tomaba los mates sin chistes.
Me ganó el orgullo. El verdugo entendió el tiro y se portó como un señor. Tomé dos o tres y prendí un cigarrillo. El tercer tema no arrancaba y el público se impacientaba.
Desde otros módulos, colgados en los barrotes, los presos gritaban cosas inentendibles. Vinieron las traicioneras ganas de ir al baño. Preferí aguantar porque me daba vergüenza pasar por delante de los paraguayos. Siempre dicen cosas en guaraní y se ríen. Así que cedí mi turno en la ronda de mate.
Ahora sí. El acordeón y la guitarra están a tono. El Gringo llama a silencio con la mano. Levanta el brazo derecho. El patio calla. Mira hacia las mesas y me descubre. Fija la vista debajo de mi pullover y achina los ojos para enfocar. No las dice, las palabras caen de su boca.
- Quiero agradecer la oportunidad.
Solo eso. Nada más que eso. El tercer tema fue el peor de los tres. Como si hubiese echado a rodar un hielo por el patio hasta maniatar nuestro entusiasmo. Era el fin.
Agradecí el almuerzo con el paquete de cigarrillos. Agarré uno para la salida. Vino El Gringo sin la guitarra. Había notado cierta contradicción en su expresión al verme sentado en aquella mesa. Como un fogonazo de la mente explotando en sus pupilas. El relámpago de una idea, quizás. No sé, tal vez lo que había visto, y esto es más que una sospecha, era el puño tratando de apretar el aire, estéril a la distancia. Los africanos alargaban la sobremesa con un ritmo que parecía típico de su tierra. Al repiqueteo de los timbales se sumaron los golpes en las mesas de todos los ranchos. Un carnaval tumbero que Gringo parecía no escuchar.
Nos despedimos con un apretón de manos más mío que suyo. La apatía le sentaba bien. Pensé en felicitarlo pero las ganas de ir al baño fueron más sinceras. Tenía tres controles por delante y ningún inodoro. Estirar los brazos, separar las piernas, vaciar los bolsillos. La impaciencia reactivó la secuencia biológica. Estaba en problemas y apuré el paso. Pero también se me ocurrió pensar que si me mostraba apurado los guardias podían sospechar que intentaba algo raro y el control sería aún más estricto.
Ya no me sentí tan bien. Así que me detuve a respirar. El pasillo me ayudó. Era alto y ancho. Pensé que si cerraba y apretaba fuerte los ojos y los abría rápido sin avisarle a nadie, ni siquiera a mi cerebro, podría ver la realidad en estado puro. Pocas cosas conmueven más que la humedad de las paredes. La sensación de frío. Esa respiración silenciosa, que paciente mancha los pulmones; el veneno del gesto mínimo.
Rejas arriba, al frente y por detrás. Una trampa en medio de otra trampa. La prisión y la ciudad. Me concentré en el piso para olvidar los mandatos de la vejiga. Eso me distrajo: porque nunca una baldosa es igual a otra. Pensé en caminar hasta que se gastasen todas las baldosas del mundo. Imaginé la llegada a la selva africana de los percusionistas. Al león y la víbora y el mono acechando. Un nuevo mundo a descubrir.
Entonces escuché sus gritos. Parecía desesperado. Las descargas nerviosas tensaron sus cuerdas vocales y proyectaron mi nombre a través del eco. El pasillo se estremeció, los penitenciarios despertaron de la siesta. Los pabellones se encendieron como las hornallas de una cocina.
Abrí los ojos con preocupación. Temí una paliza por el poco entusiasmo del tercer tema. Imaginé a la profesora de música golpeándolo con la ayuda de algún penitenciario. Uno de esos grises con bastones. Cuando giré la cabeza, tardé en reconocerlo.
Otros ojos. Otra cara. Otros pómulos, otro mentón. Distinto hasta el peinado. Con la cabeza entre barrotes, transpirado y más flaco.
Así, siendo otro del otro de antes, soltó lo que le pesaba.
- ¿El domingo vas a ver a Central?
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