Cadie
La panza es un globo: ni descalza puede respirar. Los pies buscan aire sobre la espuma del mar. Intento esquivar la imagen, soy bueno para fingir. Sólo que esta tarde, no encuentro el modo. Entonces, también me ahogo.
Al otro lado de esta orilla, detrás del plástico
transparente que la protege de los pacientes, la doctora Lourdes lee el informe
de la tomografía computada. La tonada no es porteña, aunque poco importa la
melodía de sus palabras cuando dice que el dolor que mamá siente en el abdomen
es el síntoma del cáncer de ovario que no tiene cura.
- Implantes
metastásicos en el peritoneo – dispara la francotiradora de barbijo celeste.
Mamá olvidó los audífonos. Igual aprieta mi mano
mientras el dolor de muela late en mi corazón.
2
Conocí el odio en el asiento trasero del Ford Falcon
que compró después de la muerte de papá. Detestaba ir al dentista. No entendía
para qué traía golosinas de su kiosco si después me retaba cuando me dolían las
muelas. Amor maternal puede curar. También convertirse en el camino de los
deseos ajenos. Ahora puede ser muerte. Dentadura propia.
Mientras tanto, mamá acomoda los estudios en la bolsa
blanca, alisa su saquito y me toma del brazo. Así salimos del consultorio,
atravesamos la guardia y volvemos a la calle.
Cuelgan anzuelos de las nubes grises. Las baldosas se
aflojaron. Como boxeadores que noqueados siguen tirando golpes, caminamos hasta
el auto.
3
Manejo con lo que duele y nunca supe decir. Lo hago
despacio para que el globo no reviente ni los pies traguen arena.
Rojo. Células envenenadas. Seno que me alimentó,
orejas frías que acaricié. Amarillo. Mi Perón se marchita. Mi Maradona muere.
Verde. Seré huérfano.
- Que hermoso esto,
¿qué es? – pregunta ella y señala el cartel blanco con letras negras.
Club de golf leo y la tanza tira hacia adentro.
4
La alfombra verde no tiene paredes ni
techo.
- ¿Es para vos?- pregunta la recepcionista mientras estira la
mano con la lista de profesores y me escanea de la cabeza a los pies.
Sonrío y agradezco. Subo al coche y la puteo en voz
baja.
- Hablá bien– pide mamá.
- Elegí a uno.
El índice artrósico señala a los últimos de la fila.
- Acá pusieron dos veces al mismo.
- Sr es padre, Jr es hijo.
- Entonces jr. Los hijos suelen ser mejores –dice y vuelve
apretar mi mano.
5
Pies separados. Mínima flexión de rodillas. Pecho
abierto. Ojos sobre la pelota. Brazo izquierdo estirado; sin presionar la mano
derecha sobre el grip. Enrosco la columna vertebral. Proyecto y desenrosco la
serpiente. Erro otra vez.
- No pensés tanto -
pide jr.
Las cotorras agitan la copa del eucaliptus. El sol
asoma cuando el viento mueve las ramas. La vida, lento vaivén. La vida, quietud
previa al impacto.
- Tenés
flexibilidad- dice jr para animarme.
No hay caso. Me alejo con pensamientos que no puedo
soltar. En el vestuario, el encargado endereza los alambres del cepillo que
usan los golfistas para limpiar su calzado antes de entrar al salón del club.
Saludo y no responde.
- Master, este baño
no es para cadies – dice.
6
Esta semana aprendí que los cadies no pueden usar el
mismo baño ni comer en el mismo restaurante que los golfistas. Que la mayoría
trabaja en negro y vive en los barrios populares que rodean los campos de golf.
Que los mejores jugadores de nuestra historia, como José Cóceres y Eduardo Romero,
empezaron pobres, empujando carros de ricos.
Otra cosa que aprendí es el tiempo que dura una sesión
de quimioterapia. También que las venas de mamá son finitas y que la medicina
que viene en bolsas negras, como si fuese el otoño, no deja hoja sin secar.
7
No consigo ajustar el back swing, el movimiento previo
al golpe. Intento abrir el pecho, aflojar las manos pero ninguna pelota vuela a
destino.
- Rey, el gato
romero decía que en este deporte, un día sos rico y otro, mendigo.
Zurdo tiene carcajada afónica. Es caddie y fuma desde
los 12 años. También dice verdades a medias. En los campos de golf, sean los
días que sean, los únicos mendigos son los cadies.
8
La lámpara tiene un foco quemado y el libro, letras
chicas. Me acomodo en el sillón mientras la máquina que controla cada gota de
medicina que entra al torrente sanguíneo de mamá quiebra el silencio de la
madrugada. Ella quiere dormir pero el graznido metálico no se lo permite. Como
en una pesadilla, afiebrada; así se retuerce en la cama.
· ¿Estás bien ma?
Supongo que es imposible
entrar en la soledad de otro, dice Paul Auster en La invención de la
soledad.
· Que vacíes la chata-
contesta.
Me levanto del sillón con el cuchillo clavado en la
cintura. Piso fuerte para sacudir las hormigas. Corro las sábanas mojadas por su transpiración y descubro otro en mi pecho. Cerrar los ojos, volver al asiento
trasero del Falcon verde y odiarla. Eso quisiera. Pero no se puede volver el
tiempo atrás.
Entonces lo entiendo: enfocarme, abrir el pecho y
aflojar las manos. Voy a intentar. Tal vez así, por un rato, el dolor de muela
deje de latir en mi corazón.
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