EL ENGANCHE
El living del abogado
está lleno de humo. El comisario toma café y escucha con atención. La máquina
israelí que bloquea la señal del teléfono celular funciona: nada de lo que
ocurre aquí dentro se oye afuera. Julio pita el Marlboro como si se tratase del
último cigarrillo de la historia.
- ¿Conocés
a estos nenes?
La hilera de policías
bonaerenses rodea al fiscal de drogas y al juez federal frente a la avioneta y
los panes de marihuana. El uniforme es noventoso; los agentes, bigotudos y
panzones, miran serios a cámara, salvo el de gorra visera hacia atrás, que
sonríe como si lo hubiesen recortado de la foto de un cumpleaños y pegado en
esta que Julio muestra con la picardía de quien comete travesuras.
- ¿Y?
Todos los que aparecen
en la foto, son o fueron personajes públicos. En la calle mordían como lobos.
Frente a las cámaras, eran ovejas. Algunos contribuyeron al desarrollo del
narcotráfico en la provincia de Buenos Aires. Se enriquecieron y viven en
barrios lujosos. Otros jamás abandonaron el hábito. Como Julio, que fuma,
ríe y tose.
- Menos
el de gorra, todos millos.
El comisario pide
permiso. Toma la imagen con las dos manos. La aleja y estira el cuello hacia
atrás. Se olvidó los anteojos o finge que no ve bien. Con la policía nunca se
sabe.
Julio
tiene 62 años, la piel bronceada y una chaqueta de golf azul marino. Habla como
si el tiempo y el tabaco hubiesen lijado con precisión sus cuerdas vocales.
Porteño de nacimiento, criado en Ciudadela Norte, su infancia no conoció
sobresaltos: mamá ama de casa, papá albañil. Nunca tuvo hambre. Tampoco dos
pares de zapatillas.
De lunes a viernes,
cruzaba la General Paz junto a su hermana mayor y a su hermano menor hasta el
colegio Guillermo Hudson en Versailles.
- Los
colegios de Ciudadela iban para atrás. Del otro lado de la General Paz
tenía un colegio piola.
En la escuela, no era
aplicado. Pero enseguida aprendió a hacer las cosas sin que lo
descubrieran.
Por la tarde, también
gambeteaba. En el potrero del hospital Carrillo, en los monoblocks, donde
fuera. No le importaban las patadas ni la edad de sus rivales. Se divertía
amontonando, distrayendo y escapando. Le pegaba a la pelota igual de fuerte con
las dos piernas.
En pleno furor mediático
por los Cebollitas de Maradona, sus vecinos comenzaron a verlo como la
esperanza del barrio; hasta la madre de sus amigos lo cuidaban, como si
estuviesen frente al héroe que traería la primera copa del mundo al
país.
Los ofrecimientos no
tardaron en llegar: después de analizar propuestas junto a su papá, fichó para
Chacarita Juniors. Se movía como enganche, corría detrás del sueño de su vida:
ser jugador de fútbol profesional.
Las cosas salían según
lo planeado. Familia, escuela, fútbol. Entrenamientos, partidos, algún que otro
picado por plata. Pero la vida no es una máquina de cumplir deseos. A veces,
por más fuerte que se le pegue a la pelota, el palo dice no. Afuera, casi casi.
La historia del fútbol no hace pósters con los casi casi. Menos con los que
alargan el regreso de los entrenamientos a casa y pasan más tiempo en la
esquina que practicando tiros libres.
·
Siempre fuí callejero. Y la calle te come.
Julio se creyó más
rápido que el tiempo. Nadie lo culpó, ¿quién puede señalar a un adolescente por
transgredir, de rebelarse al destino de un país que desaparecía a los jóvenes
de su edad?
El que sí lo culpó fue
el juez que tuvo su primera causa por robo a mano armada. Todavía no había
cumplido 18 años y en lugar de saltar a la cancha a resolver un partido
complicado, entró a un instituto de menores.
Ahí conoció pibes de
distintos lados. Jugaban al fútbol todos los días. Entonces Julio notó que
gambetear en Ciudadela era más difícil que hacerlo en otro lado.
- Era
un jardín de infantes.
Su papá, que sabía de
las condiciones de su hijo y no podía creer que estuviera preso, fue a ver a
Ernesto Duchini, a quien conocía de Chacarita, y en esa época era el director
de las selecciones juveniles argentinas. Duchini esperó los siete meses que
Julio estuvo detenido. Cuando finalmente se encontraron, el veterano formador
le preguntó qué quería hacer de su vida.
- Jugar
al futbol. Contestó Julio.
Duchini lo convenció de
irse a Misiones, a jugar en Guaraní Antonio Franco. Le dijo que allá, lejos
de Ciudadela, de las calles que se lo habían comido, iba a rehacer su
carrera. Julio viajó contento. La familia recuperó la sonrisa.
Cuando llegó a Misiones,
los medios locales lo presentaron como el porteño que iba a sacar al equipo de
la mediocridad. Al principio, creyó el cuento de ser el salvador. Las rejas no
habían borrado la facilidad para el engaño. Cuánto más rivales gambeteaba en la
liga regional, mayor era la alegría de su familia.
La vida parecía
acomodarse lejos de Ciudadela. Pero él sentía que le faltaba algo. Y ese
anzuelo lo trajo de vuelta a su barrio.
Poco antes del mundial
de 1978, Julio fue detenido por robo a mano armada a una distribuidora de
cigarrillos. Como para dejar en claro las cosas de ese momento en adelante, el
destino lo subió al camión de traslado equivocado y terminó encerrado 23 horas
por día en la cárcel de Caseros.
- Esa
cárcel era para mayores de 21 años. Hasta el que me sacaba las fotos me
cagó a palos. El juez no podía encontrarme para mandarme a Devoto, que era
donde tenía que estar.
En Devoto celebró la
primera copa del mundo que ganó la selección argentina de fútbol. Después de
los festejos, Julio se sentó a fumar un cigarrillo lejos de sus compañeros.
Quería estar solo. Extrañaba Ciudadela. A su familia. El olor a pasto húmedo, a
cuero de botines.
De pronto no pudo
controlar la sensación que llegó desde el pecho, arrastrando piedras de la
garganta hasta desbordar de mocos la nariz, ojos y orejas. El río de
sensaciones lo despertó. Su prontuario lo había alejado del sueño. Tenía que
cumplir la condena y volver otra vez al barrio. Ya con otra fama.
Tomar
sol en la vereda. Con los ojos cerrados y el cielo de techo. Sentir el aire
fresco en la cara y sonreír, como si la mente encontrase el recuerdo que
abrigue. Fumar con el ruido de la persiana del taller mecánico subiendo;
escuchar el silbato del churrero, la armónica del pescador. La banda de sonido
de la libertad.
Al
salir de prisión empezó a pasar tiempo en el bar, escuchando mentiras ajenas,
imaginando las propias. No sabía que hacer de su vida. Pero el futbol le tenía
guardada otra sorpresa.
Dos goles en la final y
campeón del torneo relámpago. Julio contaba la plata cuando un antiguo
compañero se acercó. Charlaron un rato, Julio le confió por qué nadie lo había
visto por el barrio en los últimos meses.
- ¿Qué vas hacer?, preguntó el vecino mientras le
convidaba un cigarrillo.
- ¿Y
qué querés que haga? ¿Qué agarre Clarín?, contestó.
El vecino esperó que el
humo del tabaco desapareciera y disparó:
- Si
vas chorear, vení a chorear con nosotros.
El hombre de la oferta
imposible de rechazar era “El Negro”, oficial de la división Robos y Hurtos de
la Policía Federal Argentina. Así comenzó la relación con la patota cuyo jefe
era el comisario que después se hizo famoso por escuchar a la familia del futuro
presidente.
Antes de cumplir los 21,
Julio debutó en la primera división del delito. Era el enganche de las patotas
de la policía federal. Empezó combinando robos a mano armada con extorsiones a
otros delincuentes.
Los dólares siempre
fueron el pilón. Mucha teca, viyuya, money. Julio no tardó en tener el
suyo. Parte del primer pilón fue a plazo fijo y otra parte se la llevó a Miramar.
A los pocos días dc estar en la playa, la
patota lo llamó para un trabajo importante. Prefirió el sol, el whiskey y las
mujeres. Simular ser empresario. Seducir y engañar.
Pero una tarde, mientras
tomaba un café frente al mar, el informativo de la radio anunció el robo a un camión
blindado frente al hospital Garrahan. Cuatro encapuchados, sin disparar un solo
tiro, se habían llevado un pilón de verdad. Julio tuvo una
premonición. Dejó un billete de cien en la mesa, corrió a su departamento, armó
el bolso y volvió a Ciudadela, a buscar al Negro.
- Te la perdiste nene. Dijo el policía apenas se
vieron.
Ese día juró que nunca más iba a dormirse en los
laureles.
- Era
un ambiente cerrado. Tuve que dar muestras hasta ser uno más de ellos. Los
viernes pasaba por las taquerías a buscar mi piloncito para los gastos. Así aprendí a tener la oreja
parada.
Con el tiempo, comenzó a
infiltrarse en bandas de ladrones. Algunos morían en las ratoneras que
planificaba junto a la patota para hacer estadísticas. Julio confiesa haber
participado en más de 100 homicidios o boletas, como prefiere
llamarlos.
Otras víctimas tenían el
dudoso privilegio de ponerle el precio a su libertad.
- Manoteábamos
al autor de un hecho y le decíamos: Estás en naca, ¿ves ese portón? Una
vez que lo pasamos, cagaste. Tenés un minuto para que te escuche.
La tarea es la
investigación previa sobre un objetivo susceptible de ser robado. Con el
tiempo, Julio se volvió un especialista. Si en el bar de Ciudadela o en la
parrilla de Ramos Mejía donde pasaba las tardes alguien mencionaba algún robo o
cargamento de drogas, él conseguía la información. Después seguía a la víctima
hasta averiguar dónde guardaban la droga y dónde la plata.
Después sus
padrinos avisaban al comisario de la zona que alguien de confianza tenía que
hablar con él. El
diálogo se repetía.
- Cómo
le va señor, ¿bien?
- Bien
Julito. ¿Qué tenés para hacer?
- Hay
10 kilos. Cinco son míos. Si tenés los dólares, te los vendo.
- ¿Y si no?
- A
veces es mejor agarrar un poco de mucho, que mucho de nada.
Julio jura haber
inventado el método 50/50 que todavía funciona con algunos buches.
- Ahora
a los pibes les dan una bolsita y monedas. ¿El trabajo es mío y vos te
llevás las condecoraciones, la plata, la droga? No. Voy con vos y ahí
mismo repartimos la astilla. Si te quedás en la esquina, la yuta te
pela.
Ser el oficial a cargo
de los operativos policiales. Almorzar con jueces, hablar con fiscales. Soñar
con la credencial de la Secretaría de Inteligencia de la Nación. Matar hombres
como moscas. Nada parecía contentarlo.
A veces, los comisarios
le daban la droga para que la vendiera. La ganancia se multiplicaba. Julio hizo
carrera en el uno a uno: podría ser millonario, como si hubiese jugado al
futbol. Pero hay algo que distingue a los hombres que fueron comidos por la
calle. Es la voluntad inconsciente a caer. Y las chances de caer, juran los que
cayeron, siempre son tres: la nariz, la bragueta, el bolsillo.
Julio sufrió el
bolsillo. Todo lo que ganó estafando ladrones y narcos, se lo llevó la ruleta.
El hipódromo. Eso no le molesta. Lo que lo tiene a maltraer es el costo del
tratamiento de la diabetes y las promesas de muerte.
·
¿Qué siento de la traición? Yo no traiciono. No hay narco sí
o narco no. A todos los narcos les cabe. Lo que tenés que medir es el efecto
rebote. Decí que el muñeco no quiere que siga jugando, porque con barbijo está
cada vez más fácil.
El “muñeco” no es el
deté enojado por la indisciplina del enganche habilidoso: es el jefe de la
Policía Bonaerense. Según Julio, la enemistad nació en una estación de servicio
de Parque Leloir, cuando no quiso pagar el canon de un trabajo.
- No
me siento buche. Laburo para un bando pero mezclado en el otro. Hago la tarea
y ¿estos sucios quieren cobrarme? Le dije que vaya a trabajar. Ahora
tengo un golcito rojo que me sigue. Y los taqueros me bajan laburos porque
en La Plata soy persona no grata. A los 62 pirulos tengo que cuidarme de
la diabetes y del jefe de Policía.
La máquina que bloquea
la señal de los teléfonos celulares sigue prendida. El comisario aprovecha la
interrupción para charlar con Julio, que fuma, ríe y tose. El abogado llega de
la cocina con una bandeja. Trajo más café y la pistola belga que se compró.
Está orgulloso. El arma es pequeña, puede esconderse en el puño de la campera y
evitar cacheos. El abogado también pone sobre la mesa una especie de vara
mágica, que barre paredes chequeando si hay micrófonos. La exhibición incluye
un drone y el escáner que abre puertas. El abogado también quiere contar su
historia. Pero ya es tarde: la noche de Morón ocupa todo el ventanal del
living. Hace frío. La despedida no se demora. Pero carga la promesa de un
próximo encuentro para un día que no sea mañana a la mañana. Porque mañana a la
mañana, los tres anfitriones, dicen, van a estar ocupados: tienen que ir a ver
al secretario del juez federal, a dejar el pilón que necesitan para seguir
trabajando.
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