Lluvia
El Papero estacionó frente a la cancha. Se bajó del camión, paró el partido y me preguntó si quería jugar al futbol.
-
Estoy jugando -dije.
-
Te digo de verdad, por los puntos –contestó.
También quiso saber donde vivía.
Señalé mi casa y dijo que iba a volver. Pensé que mentía. Pero al otro día,
después de la siesta, apareció con su coupé chevy bordó.
-
Este quién es- preguntó mamá mirando por la ventana.
-
Es El Papero ma. Me quiere llevar a jugar al futbol a su club-.
Mamá esperó que El Papero aplaudiera.
Después, secó sus manos en el delantal, se arregló el pelo, corrió la cortina
de la puerta y salió a la calle.
-
Buenas tardes señora, no sé si el nene le contó-.
-
El nene se llama Pablo.
-
Sí sí, Pablito.
-
Para qué lo necesita-preguntó mamá.
-
Que venga a jugar señora. Lo llevo y lo traigo–.
Yo tenía siete años y las piernas
flacas. Ernesto, el marido de mamá, me había enseñado a pasar la pelota con la
parte de adentro del pie y daba resultados: jamás erraba un pase. Ernesto
trabajaba mucho pero los domingos que tenía libres, me llevaba a ver a
Independiente. Cuando yo me distraía con las golosinas de los vendedores
ambulantes, me recordaba que los partidos se jugaban dentro de la cancha.
-
Miralo a ese. Es el mejor 8 del país- decía.
El Gringo Giusti jugaba al lado de
Bochini, adelante de El Negro Clausen. De mirarlo tanto,
aprendí cómo hacer relevos, a jugar de primera y a recibir la pelota sin marca.
Gracias a Ernesto y al Gringo Giusti, entendí lo que era ser un ocho de verdad.
Después de caminar, jugar a la pelota fue lo primero que aprendí. Me salía
mejor que andar en bicicleta.
Sólo que tenía un problema: no podía
aguantar las ganas de llorar. Mis compañeros de escuela me cargaban.
-
Dale Lluvia, levantate y jugá –gritaban cuando me pegaban y me ponía a
llorar.
Y aunque me animé a ir a jugar al club
de El Papero, y en las prácticas hasta me divertía, los sábados, camino a los
partidos, me preocupaba lo mismo.
-
Quedate tranquilo, es cuestión de animarse–decía El Papero.
Me
cambiaba junto a mis compañeros y empezaba a dolerme la garganta, el pecho.
Cuando estábamos por entrar a la cancha, muchas veces prefería quedarme en el
vestuario. O llevarle el bolso al ayudante de campo y mirar los partidos
sentado en el banco de suplentes. Tenía miedo de llorar delante de toda la
gente. El Papero y el ayudante de campo insistían para que no abandonase. Me
daban un alfajor, un vaso de gaseosa al final de los partidos, como a los pibes
que se animaban a jugar.
-
Es cuestión de tiempo-decía El Papero para convencerme.
Yo sólo
quería volver a mi barrio a jugar a la pelota. En mi calle, jugábamos
descalzos, en cuero. Sin árbitros.
A veces
me escapaba de casa a la hora que iba a pasar El Papero. Me iba a jugar con mis
amigos. Mamá se enojaba. Salía a buscarme por el barrio y cuando me encontraba,
me llevaba de la mano a casa. Mamá decía que la calle no era buena consejera,
que si me había comprometido con El Papero, tenía que jugar en el club. Yo
sentía que algo me faltaba. Ernesto era bueno pero no estaba nunca. El Papero
me llevaba y traía pero no era lo mismo. Yo extrañaba a mi papá, al hombre que
nunca había visto. Al que ni a patear me había enseñado. Con bronca lo
extrañaba. Enojado porque extrañarlo me hacía sentir menos que los demás, de
los que tenían a su papá alentándolos a gritos y aplausos. Mamá cambiaba de
tema cuando yo empezaba a preguntar. Me costaba animarme, como pedía El Papero.
Y cuando lo hacía, mamá se desmarcaba como si ella también hubiese visto jugar
a El Gringo Giusti.
Así fue
hasta el sábado que se jugaba la final de clubes infantiles de La Matanza.
Cuando desperté, mamá y Ernesto ya se habían ido a trabajar. Fui a la cocina y
me hice la leche. No comí muchas galletitas porque esa tarde el club iba a
estar lleno de gente y me dolía la panza. No sabía qué hacer. Abrí la heladera
y agarré un pedazo de grasa. Lustré los botines y los guardé en el botinero con
las canilleras. Volví a la pieza a vestirme y cuando me senté en la cama para
ponerme las medias, encontré la nota de mamá sobre la mesa de luz.
-
Te dejamos un regalito en la mesada. Mamá y Ernesto-.
Corrí a
la cocina y agarré el sobre de madera. Cuando lo abrí, no lo podía creer. Era
el 8 de El Gringo Giusti. Lo agarré con las manos, lo acerqué a mi nariz: el
olor a cuero me infló el pecho.
Al rato,
escuché la bocina de la Chevy de El Papero. Subí al auto y me senté atrás.
Tragué todo el humo del cigarrillo que el ayudante de campo siempre tenía en
los labios sin decir una palabra. Apreté el regalo de mamá y Julio contra el
pecho; sentía que algo iba a pasar. El ayudante de campo se dió cuenta.
-
Lluvia que trae en la mano -preguntó.
Me miró por el espejo retrovisor de su
lado. Le mostré el 8. Tiró la colilla del cigarrillo a la calle.
- A
ver eso. –dijo.
El Papero lanzó la carcajada.
- Vamos
Lluvia todavía –gritó por la ventanilla.
Sentí vergüenza. Y que El Papero era
medio boludo.
- Y
cuándo lo piensa estrenar -preguntó el ayudante de campo.
Levanté los hombros. Volví a mirar
hacia la calle. El Papero siempre agarraba el mismo camino. Ya me conocía los
negocios, las paradas de colectivos. Cuando faltaban pocas cuadras para llegar
a la cancha, me puse a llorar.
-
Lluvia, deje la novela para la noche. Deme eso-.
El ayudante de campo me quitó el
número de las manos. Después sacó una camiseta naranja nueva del bolso grande.
Y revolvió su cartera.
- Acá
está el hijo de puta –dijo.
El pomo de pegamento estaba arrugado.
Lo enrolló para pegar el 8 y se sentó arriba de la camiseta. Esperó cinco
minutos, levantó el culo del asiento y me la tiró en el pecho. Me la puse
encima de la remera de Independiente que llevaba puesta.
- Ya
está listo –dijo.
Llegamos
al club. Fuimos directo al vestuario a cambiarnos. Aproveché que El Papero y el
ayudante discutían cómo armar el equipo para escaparme al bufet. Compré una
ficha de fliper y un chicle con jugo. Me quedaba una bola cuando El Papero
gritó:
-
Lluvia, cambiate que somos uno menos-.
A la
señora que atendía el bufet se le iluminó la cara. El viejo gordo que tomaba
vino blanco con la camisa desabrochada y siempre miraba nuestros
entrenamientos, levantó el pulgar.
-
Rompela nene- dijo.
Salí
corriendo sin pensar. Llegué al banco de suplentes con el partido empezado.
Apurado, me saqué el pantalón largo y até los cordones de los botines. Estiré
un poco las piernas como me dijo el ayudante de campo hasta que el árbitro hizo
la seña para que entrase. Toqué el piso con la mano, cerré los ojos y me
persigné.
Cuando
pisé la cancha, quedé modo estatua. Quise correr. Volver a escapar. Hasta que
sentí la pelota bajo la suela del botín y ví que el arquero rival estaba
distraído. Ahí me acordé. El alfajor de dulce de leche. El vaso de Coca. El
ocho de Giusti. Apreté los dientes y pateé.
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