Primo

 


El primo de Fica tenía pelo largo, barba colorada y una pizzería sobre Gaona. Nos llevaba como diez años de ventaja. Usaba remeras, pantalones y borceguíes negros; se hacía el rockero, compraba cervezas, traía porro. Yo le desconfié desde el principio de la película. ¿Qué tipo iba a gastar tanta guita para juntarse con un grupo de pibes de 17 años?

Tavo y yo éramos amigos desde segundo grado. Vivíamos prácticamente en la calle. Nuestra única diferencia era que yo trabajaba en los trenes y más o menos conocía la tetera del baño de la estación de Once y a los chabones grandes que les pagaban a los pibes que dormían en los vagones para que estuviesen un rato con ellos. Por eso me rescaté que el primo de Fica invertía a futuro. Y que Tavo había caído en la trampa.  

A Tavo, que tenía locas a todas las pibas del barrio porque se parecía a Nicolás Cabré, el primo de Fica lo tentó con media docena de empanadas. Me lo dijo bajando la cabeza, en el bufet del club.

-              Te cagó- le contesté.  

-              Tenía hambre narigón, no se lo contés a nadie- pidió por favor.

El primo de Fica hacía la jugada antes de abrir la pizzería y que llegasen los pibes de las motos para el reparto. Tavo lo visitaba los martes. El primo de Fica lo entusiasmaba con regalos. Enseguida mi amigo tuvo lo que nunca antes había tenido: comida, mejor ropa y plata para gastar los fines de semana en la barra del boliche. Pero cuando hacía algún chiste delante del resto de pibes que paraba con nosotros, como que me pedía permiso con la mirada. ¿Qué le iba a decir? Yo gracias a Dios, pagaba todo de mi bolsillo. Pero lo suyo salía de la bragueta y apagaba la gracia de sus chistes.  

Cuando podíamos hablar, lo jodía para que se relajase. Ahí me contaba todo. Hasta descubrí que Tavo era fanático de las empanadas de pollo. 

-              Cocina bien el chabón- llegó a decirme.

Los secretos son mochilas que hay que saber llevar. Yo no estaba preparado para cargar con eso. Si estábamos en la esquina y el primo de Fica aparecía con su moto chopera, me iba a caminar, a fumar y pensar. A veces me aceleraba y fantaseaba venganzas imposibles. Daba vueltas a la manzana y pensaba qué hacer para ayudar a mi amigo.

Era el único que se daba cuenta cuando estábamos todos los pibes del barrio fumando en la esquina y Tavo agarraba la bicicleta y pedaleaba sin despedirse. La imagen de mi amigo se achicaba hasta que doblaba hacia la pizzería. Veía como desaparecía y no le podía contar nada a nadie. Me acordaba cuando mi hermano me había obligado a cogerme a la vieja del almacén para pagar sus deudas y sentía que me hubiese gustado que alguien tomase revancha de esa bruja que fumaba Chesterfields. Nadie me bancó en esa jugada. A mi amigo no podía pasarle lo mismo. Tenía que encargarme del primo de Fica, no quedaba otra. Y la vida me regaló esa oportunidad un viernes de madrugada.

Volvía caminando de la casa de mi novia y pasé por la pizzería. Miré para adentro por mirar y ví una sombra que abría la puerta de la heladera exhibidora y después desaparecía hacia la parte de atrás, donde Tavo me había contado que lo llevaba el primo de Fica. Esperé un rato que la sombra apareciera de vuelta. Lo reconocí enseguida. Nadie me había pedido nada pero algo tenía que hacer. Lo que no sabía era qué hacer. Me embalé solo. Era ese momento o nunca.    

El primo de Fica había dejado abierto el candado de la puerta. Le pedí perdón por anticipado a mi abuela. No estaba bien lo que iba a hacer.

-              Perdoname abuela- dije mirando al cielo.

Me puse la capucha, levanté el cierre de la campera hasta la nariz y moví despacito el picaporte de la puerta de vidrio, que tenía pintado el nombre de la pizzería y el teléfono para hacer pedidos. Entré de cuclillas, trabé la puerta con una barra de hierro, agarré un palo de amasar de la heladera mostrador y encaré directo al fondo.

Algunos dicen que ven blanco. Otros rojo. O que no se acuerdan de ese momento exacto porque entran en una especie de pasillo que te roba la memoria. Todavía llevo esa imagen clavada en mi cerebro. 

El primo de Fica vestía un camisón rojo y negro, con zapatos de tacos altos. Tenía el pelo húmedo, recogido en un rodete y escuchaba música con el volumen del equipo saturado. Reconocí la canción enseguida.

-              Se me enamora el alma, se me enamora- decía la letra.

El primo de Fica movía las manos enharinadas para arriba, como si tuviera castañuelas en los dedos, marcando el ritmo de la música con el culito apretado bajo la seda. Y en ese momento, cuando sólo tenía que romperle la cabeza para vengar a mi amigo y salir corriendo, me acordé que mi abuela también era fanática de Isabel Pantoja. Y que amasaba los fideos con las mismas ganas con las que el primo de Fica estiraba la masa de las empanadas que horas más tarde comería Tavo.

-              El fuego está encendido, la leña arde- lo escuché cantar al primo de Fica.

Sólo traté de no hacer ruido. Me fui despacio y dejé el palo de amasar en la heladera mostrador. Cuando volví a la calle, ya se estaba haciendo de día.

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